Generalmente los economistas hablamos para los economistas y se nos critica duramente por eso, por no darnos a entender. Nuestra ciencia se ha convertido en un enjambre de ecuaciones y definiciones abstractas que en muchos casos resultan inaccesibles para el ciudadano común, que vive y padece las consecuencias de las políticas económicas. Para estimar el comportamiento de una variable, sea la inflación, el tipo de cambio o Producto Interno Bruto (PIB), es necesario echar mano de complicados procesos matemáticos y estadísticos que confluyen en una cifra lapidaria, un número a partir del cual se van a ejecutar infinidad de decisiones con sus consecuentes resultados: desde vender una empresa, invertir en una determinada actividad, casarse, comprar una casa o mudarse de país. Una trama de situaciones que a larga pudieran (como ha ocurrido) dejar en entredicho la estimación realizada, lo que es indicativo que la economía se mueve más por las emociones que por los números.

Y esto sorprendentemente no es nuevo. De todas las obra de Adam Smith, el padre de la economía, la Teoría de los Sentimientos Morales (1759) constituye una interesante referencia al respecto. Allí Smith analiza dos elementos cruciales para entender cómo actúan los agentes económicos: el egoísmo y la asertividad. De allí se va dibujando la idea de la “mano invisible” hasta conectar con lo el que denomina “sentimientos morales” tales como la justicia, el resentimiento o la corrupción, siempre presentes en toda decisión política o económica.

En la medida que la economía fue avanzando y creciendo, aparece la escuela neoclásica responsable de incorporar los elementos numéricos necesarios para un mejor análisis y a la larga poder matematizar la filosofía de Adam Smith. Esto nos convirtió a los economistas en los reyes de las ciencias sociales, puesto que el manejo matemático permitió generar confianza y exactitud, pero nos alejó de su esencia para reducirla a un conjunto de modelos que buscan dar explicaciones a la realidad, manteniendo inamovibles criterios que en la praxis se sabe que nunca lo estarán, por lo tanto las conclusiones son cuestionables.

Lea más: Economía conductual: La economía del siglo XXI; por Martiza Escobar.

Es por ello que el paradigma neoclásico que se apoderó de la economía, al punto de desdibujarla como ciencia social y convertirla en un conglomerado de ecuaciones y modelos econométricos ha venido mostrando fisuras e incongruencias que han obligado a repensar las razones de los errores en los resultados obtenidos.

Ceteris paribus dixit

En ese proceso han surgido entonces distintos economistas y profesionales de otras áreas aportando diferentes ideas y puntos de vista que han permitido retomar la naturaleza de la economía: que lo que está detrás de un modelo econométrico, de la tasa de interés, del Bitcoin o del mercado inmobiliario son las emociones de las personas. Algo evidente pero complejo de entender por tratarse de elementos cualitativos, abstractos que deben incorporarse al análisis. Ante esto, Daniel Kahneman, Premio Nobel de Economía 2002, dio la estocada final a un loop que convertía los escenarios macroeconómicos en dudas razonables, los economistas estábamos imbuidos a un nivel tal que tuvo que venir un psicólogo a mostrar lo que era inocultable, el mito de la racionalidad y la inexistencia del homo economicus, lo que ha significado el comienzo de una nueva etapa.

Entender que lo que se mueve en los mercados no son acciones, precios, oferta y demanda sino que es miedo, euforia, alegría, confianza, incertidumbre o desesperanza significa avanzar para que los policy makers puedan diseñar programas mucho más efectivos y acordes que propicien las condiciones que permitan generar bienestar a la mayor cantidad de personas.

Ahora bien, el reto para los economistas no es solo aceptar el cambio de paradigma, sino que es necesario buscar mecanismos y herramientas que permitan seguir incorporando las emociones dentro del análisis numérico. Entender que algo tan básico como el egoísmo echa por la borda todos los postulados del comunismo; que la avaricia de un grupo numeroso de inversionistas puede ser el inicio de una crisis financiera de dimensiones incalculables que afecte a todo el planeta o el comienzo de una etapa de crecimiento para un país en desarrollo, que la solidaridad mueve las fibras más humanas y que esa máxima de predicar con el ejemplo puede propiciar rentabilidad empresarial y crecimiento económico. Que la visión de conjunto de la economía debe trascender un resultado para comprender las emociones que han guiado ese proceso y como plantea Richard Thaler, los agentes económicos pueden tener intuiciones e intentar ver los eventos pasados como predecibles, esos errores que sistemáticamente se cometen al momento de decidir y que invariablemente tienen un impacto en los agregados macroeconómicos; lo cual se convierte en el insumo fundamental para que los gobiernos puedan construir y “empujar” las decisiones de sus ciudadanos mediante modificaciones en los incentivos y así generar cambios positivos para la sociedad.

Lea más: La economía conductual en el campo laboral del economista; por Maritza Escobar.

No se trata de desechar lo anterior, se trata de evolucionar, de entender que lo que Joseph Shumpeter, denominó “destrucción creadora” está ocurriendo actualmente en la ciencia económica con miras a ser y a hacer de nuevo para lo que fue concebida, pero sustentada en el análisis cuantitativo.

Por ello, a fin de cuentas, como dijo John Maynard Keynes: “el gran economista debe ser simultáneamente desinteresado y utilitario; tan fuera de la realidad y tan incorruptible como un artista, y sin embargo, en algunas ocasiones, tan cerca de la tierra como el político”.