Uno de los peores legados del difunto militar mesiánico que llevó el país a la crisis más extensa y dura de su historia republicana ha sido destruir la confianza. Rompió el tejido social al desarticular el aparato productivo, desmoronar las instituciones por el personalismo exacerbado, imponer una estrategia de odio y venganza sociales como motores de cambio social, dividir a las familias, sembrar sospecha y convertir al otro en enemigo potencial.

La visión monolítica del poder no solo fortaleció exclusión y sectarismo sino que, al negar el reconocimiento de nuestro semejante como prójimo, atizó la confrontación, agudizó la atomización de la sociedad y fracturó la poca cohesión restante entre sectores sociales que habían apostado en el siglo XX por un proyecto nacional compartido de modernización y democratización.

El descrédito de los partidos políticos y el pragmatismo de la dirigencia resquebrajaron el pacto de conciliación de élites, denominado de Punto Fijo, motorizado por una democracia de partidos. Una economía de naturaleza importadora, más rentista que productiva, comenzó a dar síntomas de agotamiento y exigía un viraje, aceleración de la diversificación manufacturera, crecimiento vertical del aparato productivo con creación de cadenas de valor “aguas abajo” y reconversión industrial.

El agotamiento del rentismo petrolero y la crisis del populismo como movimiento policlasista, bajo la modalidad de un Estado dirigista, paternalista y asistencialista de carácter benefactor y estructura clientelar, se hicieron evidentes. Los mecanismos de cohesión acomodaticia y utilitaria cada vez resultaban más desiguales e insuficientes para satisfacer los intereses de los diversos sectores. El colapso del Estado facilitó el camino para la irrupción de los militares conspiradores en 1992, con el difunto barinés a la cabeza.

Una deuda social creciente, corrupción desenfrenada, incredulidad frente a los líderes tradicionales, impunidad y sectores mayoritarios empobrecidos fueron el caldo de cultivo para que se impusieran las pretensiones de refundar la república del nuevo caudillo. Después de 2 golpes militares fallidos en febrero y noviembre de 1992, logró la victoria por la ruta electoral en diciembre de 1998.

Pese a la descalificación burlona de los adversarios, el lenguaje agresivo y las expresiones brutales contra sus opositores, los propósitos anunciados por el líder seductor y demagogo fueron profundización de la democracia, dignificación de los pobres, guerra frontal contra la corrupción, transparencia en la gestión de gobierno, reforma de la justicia y políticas públicas a favor de la solidaridad, la justicia social y una economía productiva para superar la dependencia externa.

Una mayoría de votantes sucumbió al encantamiento verbal y respaldó la esperanza. Las fluctuaciones en alza de los precios externos de la principal fuente de divisas de Venezuela, el petróleo, jugaron a favor del gobierno que en febrero de 1999 comenzó su mandato con una bonanza jamás antes vista. Ingresaron desde entonces y hasta 2015 más de un millón de millones de dólares por concepto de renta petrolera.

Aunque fueron impulsadas reivindicaciones numerosas y radicales en medio de una retórica de confrontación, conflicto y resentimiento como norma, todo quedó en promesas huecas y se exacerbaron los vicios del pasado. Neopopulismo, demagogia, efectismo, amiguismo, militarismo, despilfarro, dádivas a cambio de sometimiento y lealtad. Y corrupción obscena como mecanismo de participación en todos los niveles de la sociedad y en todos los sectores.

La confianza y la credibilidad son inseparables. Perdió el gobierno, que miente a diario, manipula y distorsiona la verdad. Perdió el régimen chavista, que no supo aprovechar los ingresos sino estimular el gasto y la corrupción para asegurar su permanencia. Aún más, el derrumbe de la industria de los hidrocarburos, hoy en guiñapos, ha exacerbado la insuficiencia del Estado venezolano para satisfacer las diversas demandas sociales, para mantener la infraestructura y los servicios públicos, hoy muy precarios, cuyo funcionamiento es esporádico y azaroso.

La incompetencia evidente de Maduro y de los funcionarios del alto gobierno, aunado a la militarización del poder, la corrupción generalizada y la coacción que sufren los empleados de las distintas ramas de la administración pública para imponer lealtad y obediencia, han llevado a la quiebra del Estado. La supuesta revolución bolivariana del socialismo del siglo XXI ha sido convertida en régimen tiránico e ilegítimo. Fraude criminal. Farsa siniestra para una gran mayoría de venezolanos.

Basta de confrontar izquierda versus derecha. La lucha es entre democracia y dictadura. Entre izquierda radical o estalinista que termina en tiranía, y democracia, con Estado de derecho, separación de poderes, respeto a las libertades, mercado, sentido del logro y superación personal en los ciudadanos.  Regímenes como los de Cuba o Nicaragua no son de izquierda y menos, democráticos.

El conjunto de fuerzas democráticas requiere estrategia unitaria, un plan de acción para restablecer de modo eficiente la economía y las instituciones, más allá de intereses partidistas. La dirigencia opositora al régimen de Maduro, convertido en usurpador y tirano, no ha podido ejercer su responsabilidad histórica para conducir una transformación estructural del país y no solo un cambio político. No basta cambiar de gobierno sino de régimen y se requiere con urgencia, dados el colapso trágico que sufre la gente y el desmantelamiento del aparato productivo, una reforma sustancial del modelo económico y la reconstrucción de las instituciones.

El liderazgo democrático no ha entendido que la pluralidad no impide un propósito común superior ni contradice la unión en la lucha por la restitución del Estado de derecho. Al contrario, exige, a pesar de las diferencias, una meta compartida en la que confluyan todas las tendencias políticas para derrotar de manera constitucional, no necesariamente electoral, el régimen criminal dominado por militares corruptos en alianza con grupos mafiosos del crimen organizado y del terrorismo internacional.

La dirigencia democrática no ha logrado convencer porque no ha sabido comunicar con transparencia la verdad de su combate a favor de un proyecto nacional de consenso, incluyente, justo, eficaz, competente y honesto.  Ganar la confianza requiere demostrar credibilidad. Estamos aún a tiempo para lograrlo, antes de que domine la desesperanza y triunfen sobre una mayoría de la población cada vez más desamparada la resignación y el fatalismo.