Resulta inevitable comparar el estado actual de la economía venezolana respecto a los ciclos que experimentan el resto de las economías del mundo. Si bien geográficamente somos un territorio continental, en términos económicos somos una isla cada vez más alejada de los flujos financieros y de las corrientes de inversión que se mueven por el mundo, favoreciendo a muchos países y creando condiciones para la expansión y crecimiento de bases de prosperidad para cada vez más gente. Tan paradójica es la situación venezolana que el jefe de la diplomacia estadounidense, Rex Tillerson, no ha dejado de manifestarlo reiteradamente: «Venezuela pudiendo ser el país más próspero de América Latina está hoy entre los países más pobres del mundo«.

Pues bien, el estado de aislamiento de nuestra economía, en parte deliberadamente gestada por la retrógradas políticas gubernamentales tanto como por la descomunal corrupción que algún Estado haya padecido en la historia; ha supuesto la ampliación de los indicadores de marginalidad y pobreza, socavando a más no poder las capacidades de consumo de la que alguna vez fue la más solvente franja clase media de América Latina.

Ciertamente, decirse hoy clase media en Venezuela se acerca más a una expresión de vano consuelo o anhelo de cuándo éramos felices y no lo sabíamos, que a posibilidades materiales reales. La clase media está quedando sólo como un gran banco de capital humano bien formado que está siendo aprovechado por no pocas organizaciones en el mundo, en el mejor de los casos, o como protagonista del éxodo de compatriotas desesperados dispuestos a emplearse en cualquier cosa afuera antes que darle continuidad a la agonía aquí dentro. Por cierto, respecto al éxodo, las alarmas se encendieron en la región por cuanto los venezolanos que están llegando no son solo los «mejor formados», ya se cuentan por miles los muy pobres que escapan de esta situación. Así la crisis venezolana adquiere dimensiones transnacionales, para vergüenza nuestra.

¿Estamos ante una situación insalvable? 

Regularmente las grandes catástrofes de orden ambiental o motivada a guerras nacionales superan la capacidad de los gobiernos para aliviar las terribles consecuencias o el impacto provocado. Entonces se acepta la solidaridad internacional como medida coyuntural para superar las vicisitudes de emergencia o recibir recursos financieros, experticia técnica y logística para superar los daños, así como dar inicio al rescate de la infraestructura y normalización de la vida en sociedad. De eso se trató el Plan Marshall, por ejemplo.

La actual catástrofe venezolana, que no hay otra forma de etiquetarla, fue autoinfligida por una incalificable complicidad entre una banda criminal en funciones de gobierno y una sociedad que, en su conjunto, dio cancha abierta para que el desastre transmutara en tragedia de inconmensurables dimensiones. Y cuando se dice tragedia se refiere a su más amplia implicación: humana, espiritual, psicológica, emocional y material.

Así que el gran ejercicio de rescate a Venezuela no será un asunto que se despachará sólo con la instrumentación de urgentes medidas económicas, que tocará, también va a significar una gran movilización de voluntariado ciudadano para recomponer el tejido social, revitalizar el ánimo colectivo, recrear la cultura del trabajo y emprendimiento, actualizar paradigmas de gobernanza y, sobretodo, lograr un amplio compromiso por construir y hacer sostenible una nueva visión de país.

Los primeros en comprender y cacarear esto son los líderes políticos y los líderes gremiales, porque son la vanguardia, porque es el rol que les toca. Preocupa entonces la actual desconfianza y la frustración que hay respecto al comportamiento del liderazgo, precisamente cuando más se necesita el modelaje, el contagio de un propósito común para superar esta catástrofe. No son las próximas elecciones, es cómo y con qué saldremos de esto.