Oficialmente Venezuela ha entrado técnicamente y de acuerdo a la definición que en 1956, Philip Cagan plasmó en su paper La dinámica monetaria de la hiperinflación en uno de los procesos económicos más perversos: la hiperinflación. Haber llegado a este punto considerando las características y las perspectivas de un país con un extraordinario potencial es el resultado de la peor gestión económica de toda nuestra historia.

De nada valieron las mayores reservas petroleras del planeta, ni el inmenso potencial que concentra alrededor de 3% de la oferta mundial de minerales, ni el complejo refinador más grande del mundo, ni las maravillas naturales que en cualquier país medianamente normal, serían fuente incalculable de ingresos como atractivo turístico.

Nada pudo detener lo que todos los economistas preveíamos desde hace varios años: el gobierno bolivariano estaba embelesado con los más de dos mil millones de petrodólares que obtenía de manera ingente producto de los altos precios del crudo y en vez de asumir una postura responsable, sencillamente propició el aumento rápido y masivo de la cantidad de dinero sin respaldo en crecimiento de la producción de bienes y servicios por una parte y por otra, el endeudamiento con el objetivo de generar una cómoda política populista dirigida a comprar votos y conciencias para ganar elecciones.

Poco a poco se fue acentuando el desequilibrio entre la oferta y la demanda de dinero en la Venezuela saudita del siglo XXI, acompañado por una completa pérdida de confianza en su moneda. Mientras que paralelamente se perpetuaron controles de precios con el ingenuo objetivo de proteger la capacidad de compra del salario pero profundizando el fracaso de la aceptación de un papel moneda sin valor intrínseco. Por otra parte, la actuación irresponsable del Banco Central de Venezuela al permitir la impresión de dinero para monetizar el déficit fiscal, hizo indetenible el incremento sustancial y sostenido del nivel general de precios.

A este endemoniado crecimiento de los precios se le suman los constantes aumentos de salario mínimo decretados por el poder Ejecutivo, que contribuyen de manera inexorable a que el ciclo de hiperinflación destruya y pulverice la calidad de vida de las familias venezolanas. También han hecho lo suyo, las expropiaciones, el inservible control de cambio, la corrupción desmedida, la destrucción institucional y un sinfín de elementos políticos y burocráticos.

Y si, el gobierno bolivariano lo hizo de nuevo. No cabe duda que las erradas decisiones en materia de política económica nos han traído hasta este punto tan obscuro, pero lo realmente grave es que no se percibe ninguna señal de rectificación por parte de los autores materiales de este genocidio latente; las inverosímiles medidas tomadas por la ilegal ANC no harán más que profundizar los efectos de la hiperinflación y con ella el incremento de la escasez y la pobreza.

En definitiva, la revolución bolivariana materializada en su deplorable gobierno, ha destruido el aparato productivo y el sistema de precios en una economía cuyos ciudadanos mayoritariamente se encuentran a niveles de subsistencia ante la mirada indiferente de unas autoridades que buscan aferrarse al poder deslindándose de su responsabilidad y justificando su incompetencia en constructos vacíos tales como la guerra económica y la inflación inducida.

Lamentablemente, solo un imprevisible cambio político puede revertir este proceso tan regresivo y convertirse en la luz al final del túnel siempre y cuando los que vengan y decidan asumir el reto de devolver al país a la senda del crecimiento entiendan que la economía es rebelde y no se somete a controles ni discursos ideológicos trasnochados, la economía tiene sus propias reglas, las decisiones económicas para este tipo de situaciones no suelen ser agradables ni garantizan popularidad, todo lo contrario.

Mientras tanto, la resiliencia de los venezolanos se pone a prueba en un momento donde la incertidumbre se empeña en hacerle estragos a la esperanza, todo ello cortesía del gobierno bolivariano.