Llega Halloween y aunque no es precisamente una tradición venezolana nunca es mala la oportunidad para hablar de espantos y brujas, o como le decimos en economía, indicadores y política (económica, aunque la otra también tiene sus propias brujas).

En los últimos años, los venezolanos hemos experimentado una serie de sobresaltos provenientes del manejo de las finanzas públicas. No es que antes no haya pasado, pero el modelo de reparto imperante ha colapsado y con él, el desempeño económico del país, despertando fantasmas que habíamos adormecido entre cruces, lamentablemente de paja, no lo suficientemente fuertes para mantenerlos lejos por mucho tiempo.

La caída estrepitosa de nuestro poder adquisitivo es solo la cara visible de un montón de distorsiones que por años se han acumulado. Políticas económicas que restringen la producción, limitan la propiedad, intervienen negativamente en las relaciones laborales, sobrevaloran artificialmente y para pocos la moneda nacional, mientras que otros -por la escasez de divisas- enfrentan un tipo de cambio de infarto, políticas que incrementan la liquidez monetaria desatando inflación y paradójicamente vuelve a los billetes “entes” invisibles para la mayoría de los ciudadanos. ¿Por qué entonces, cuando las consecuencias son visibles, doloras y castigadoras para la mayoría, los promotores de dichas políticas siguen enfrentando procesos electorales en los que triunfan por amplio margen? Pues porque al mejor estilo de la Sayona han sabido seducir a los infieles, los han atraído con la belleza del bienestar del corto plazo. Los grandes ingresos petroleros que el país experimentó desde inicios del periodo bolivariano y que en 2008 permitieron que en Venezuela se alcanzara una propensión marginal al consumo que superó la unidad (eso en español significa que por cada bolívar que nos ganábamos los venezolanos gastábamos 1,20) para muchos, no solo significó un giro radical de sus condiciones de vida hasta la fecha, sino que convirtió al gobierno en el artífice de tal prosperidad. Una sociedad por años maltratada por grupos elitistas, veía en el nuevo gobierno una inclusión, no solo en materia social, sino económica y política no experimentada en el pasado. La seducción había sido concretada, la sociedad acepta sin sobresaltos las distorsiones que empiezan a gestarse, como la existencia de tipos de cambio dispares y sobrevaluados, hechizados por la capacidad de viajar al exterior, comprar bienes y servicios a precios relativos muy bajos, y regresar al país cargados de objetos y divisas que cambiadas en el naciente mercado paralelo permitían un nivel de vida que ningún empleo era capaz de producir, las empresas recibían igualmente gran cantidad de divisas que muchos en lugar de inyectar a su proceso productivo como bienes de capital, prefirieron usar en ese mismo mercado paralelo. Pocos fueron capaces de anticipar y alertar que esa lluvia de divisas tarde o temprano pasaría factura. Por su lado el gobierno, incapaz de negociar efectivamente con el sector productivo del país imponiendo reglas de juego claras, tendientes a proteger efectivamente a los actores involucrados y cumpliendo su función de reducción de externalidades negativas, opta por el atajo de la importación como mecanismo para abastecer las necesidades de bienes y servicios básicos, haciendo transferencias directas y  subsidiando además su acceso para un amplio sector de la población, lo cual le permitió un rédito político inmediato por la vía del populismo, y la consolidación de una corrupción tremenda por todos los negocios turbios que acompañaban a esas asignaciones preferenciales. Para el momento ya muchos advertían que se oía de cerca un silbido, el de la inflación y la escasez que retumbaría con estridencia si por alguna razón los precios del petróleo llegaban a caer, pero así como cuenta la leyenda llanera, si el silbido se oye cerca es que El Silbón está lejos, los expertos afirmaron que los precios no caerían, habíamos alcanzado el pico de Hubbert y no había marcha atrás, el petróleo no bajaría por debajo de los 100$ / barril y no se dio importancia a tal advertencia.

Se acabó la fiesta, se acabó la comida gratis y el alcohol, aun embriagados y sin saber que pasaba exactamente, algunos empezaron el retorno a la cotidianidad, es decir, a vivir de los ingresos que eran capaces de generar solo con su trabajo y sus recursos disponibles. Los ciudadanos entendieron entonces que las remuneraciones laborales no permitían el ritmo de consumo que hasta ahora “el cupo” y otras distorsiones les tenían permitido, lo mismo pasó para el gobierno, que no podía mantener el nivel de gasto público, importaciones, transferencias directas, subsidios e intervención que había alcanzado hasta la fecha.

En el oscuro y solitario trayecto a la realidad apareció el Silbón, alargado, gigante y ávido de castigar parranderos. Llegó sonando su saco de huesos, es el sonido del hambre, porque en términos sociales, la inflación, la escasez, y un dólar cada día más escaso e impagable se traduce en limitaciones severas para la mayoría de los ciudadanos. La canasta básica hasta su última medición de septiembre, requería 20,5 salarios mínimos para ser adquirida, si a eso adicionamos un crecimiento exponencial del tipo de cambio en el mercado paralelo que ya alcanza una variación anual superior al 1000% tenemos a más del 50% de los venezolanos que viven de un salario mínimo en condición de pobreza crítica. La respuesta del gobierno ante tales distorsiones ha sido la de enviar al perro Tureco de los aumentos de sueldo, algo casi habitual y que no ahuyenta al hambre, solo le muerde los talones.

El modelo de reparto agotado, nos ha mostrado su verdadero rostro como la Sayona, y amenaza con convertirnos en arena en las manos de ese Silbón que representa la miseria. El modelo que se vendió como forma de superar la explotación del hombre por el hombre propia del capitalismo hoy, cometiendo parricidio, hace que la economía alcance una dolarización de facto en el precio de bienes y servicios, no así en remuneraciones al trabajo, haciendo que precisamente el pueblo trabajador sea el más afectado, convirtiendo a la oferta de socialismo en el peor capitalismo, el capitalismo de Estado. Es el Silbón y la Sayona, es el capitalismo de Estado que nos desmorona.