A la par de la fuga de talentos en Venezuela se ha producido un fenómeno de reinvención colectiva o abandono indefinido de las acciones productivas que se solían hacer. La supervivencia ha hecho que muchos profesionales se dediquen a actividades para las cuales no estaban preparados, pues estaban comprometidos con sus carreras, al igual que muchas empresas, cuando no han cerrado, incorporan a sus actuaciones de negocios lineas comerciales o de trabajo que antes no atendían.

Es absolutamente comprensible. La prolongada recesión económica ha implicado una fuerte reducción de la demanda y, consecuentemente, una feroz contracción de la oferta. El menguado poder adquisitivo del venezolano a duras penas da para cubrir un consumo calórico de subsistencia, tanto que hasta comer se ha vuelto un lujo. 

Durante muchos años Venezuela se preció de ser un país con una población muy bien formada, en términos generales. En buena medida la diáspora ha sido bien aprovechada por países como España, Chile, México, Perú o Argentina. Pero el grueso de las clases mejor formadas siguen aquí, aunque muchos hayan tenido que suspender sus talentos y dedicarse a actividades que les generen ingresos mínimos para sostener a sus familias.

Sí, hay mucho ingeniero, abogado, profesor, visitador médico, especialista en seguros, administrador, periodista, agricultor o arquitecto dedicado a la prestación de servicios de transporte, gestoría, venta de productos bachaqueados, venta o alquiler de inmuebles, entre otras actividades informales  en los que no necesariamente el talento primario es el que se requiere. Visto como país esto es un desperdicio, aunque personal o familiarmente pueda parecer una ventaja ante la emergencia, cosa que está por verse.

Igualmente se convive con una generación ociosa, jóvenes de menos de 25 años que no hacen nada. También jóvenes que aún inscritos no están recibiendo clases en las entidades de educación superior, en los que el ausentismo o carencia de profesores es un indicador dramático, tanto como la insuficiencia de servicios básicos. Y los vagos de oficio. O quiénes se dedican a «trabajos» absolutamente improductivos y a la delincuencia. O los millones de empleados públicos a brazos cruzados, conminados a ser comparsa de un triste circo político. Y los parias que se multiplican en cada rincón. Esto sin mencionar el descalabro del sistema educativo y lo que ello implica para el futuro.

Ciertamente, aún siendo un número marginal, no deja de ser notable el que algunos profesionales estén innovado, emprendiendo, invirtiendo capital en la creación de nuevos negocios; cubriendo vacantes y apostando al porvenir.

Lamentablemente no hay estadísticas oficiales ni específicas que soporten estás apreciaciones. Pero son un hecho arraigado y extendido. Aún así, hay indicadores que develan esta realidad. Los de salud, los de ingresos familiares, los de consumo, los de violencia, los de acceso a servicios, los de empresas quebradas, los de importación de productos, los de ocupación hotelera, etcétera.

En pleno auge de los fenómenos de la sociedad del conocimiento y la revolución industrial 4.0, Venezuela se asoma como un país desahuciado. El liderazgo del futuro, que no solo el político, va a exigir un esfuerzo superior por reencausar el aporte de tanto talento en desuso, de tantas mentes y fuerza laboral desocupadas -un bono demográfico en riesgo-, de tanto territorio improductivo, de tantos recursos mal o criminalmente empleados.