En tiempos de acentuada crisis económica y social, todos queremos de algún modo explicar que es lo que le pasa al país, ¿cómo fue que llegamos hasta aquí? Y además queremos que esta explicación se parezca lo más que se pueda a algo científico. Queremos modelar la crisis, ponerle números, encontrar relaciones causales y con mucha suerte probar esas relaciones con modelos econométricos, que son “serios”, “objetivos”, “rigurosos” y todos esos adjetivos que de cierto modo nos liberan de la responsabilidad por lo que está ocurriendo, pero que además desconecta o parcela las esferas de nuestra vida. Es así como llegamos a afirmaciones del tipo “yo soy así y quien me quiera me tiene que soportar”, sin asumir que esa conducta, cuando opera de manera agregada, se convierte en ideología, cultura o idiosincrasia, todas pilares determinantes de las relaciones de producción que definen nuestro sistema económico y político.

En palabras simples, ser una cuaima o un patán machista es lo que lo convierte en responsable directo de la larga cadena de gobiernos populistas e ineficientes que hemos padecido en los últimos 50 años, ¿quiere saber por qué? Acompáñeme a ver esta triste historia…

Venezuela no surgió de la nada, nuestros gobiernos no aparecieron por generación espontánea. Todos hemos contribuido a los pésimos resultados, aportando nuestra ignorancia, nuestra irresponsabilidad, nuestros resentimientos, indiferencia o simplemente un exacerbado individualismo. Paradójicamente, aunque individualistas no aceptamos esta responsabilidad, porque el venezolano nunca se equivoca, todos sabemos demasiado, y cuando alguna cosa no funciona la culpa es del subordinado, del otro o de elementos que no podemos manejar. Con esta débil consciencia de sí mismo, el venezolano no tiene como tener consciencia de país, pues si no sabemos quiénes somos, que queremos y a donde vamos individualmente, difícilmente podremos tener esa claridad en lo que al país respecta. En palabras de Alberto Adriani “antes de hacer la Republica, debemos hacernos a nosotros, porque todavía no somos”.

Esta ausencia de consciencia propia va derivando en individuos marginales, a los que Barroso define como: “el que ajeno a sí mismo, se margina por sus experiencias de destriangulamiento, de abandono y de maltrato, el que no cree en sí, ni tiene consciencia de si, de sus contextos y mucho menos del otro.” Precisamente cabe preguntarse entonces que contextos van reproduciendo esta marginalidad, o en donde se van formando esos mapas que terminan provocando este abandono del autoconocimiento y esta gran falta de autoestima colectiva, y es aquí en donde el patán y la cuaima entran en acción.

Es harto sabido que los valores, creencias y mapas que marcan la ruta de los individuos para su sano desarrollo emocional, construyen su racionalidad y determinan la forma en que afrontan las decisiones que toman para la vida, se cimientan en la formación que reciben en sus hogares. En el caso venezolano y según cifras del INE, en las calles hay más de 2 millones de niños sin padres, 48% vive solo con la madre, 37% solo con el padre y 15% sin ambos. Estos son hogares con evidentes triángulos rotos, con padres ausentes, pero además hay un importante grupo que  en sus múltiples ocupaciones delegan inapropiadamente funciones formadoras a terceras personas no capacitadas y a veces sin mucha voluntad de asumir la tarea, o en casos aún peores a la tv o la pc. Este primer abandono va a determinar la forma en que el venezolano se ve a sí mismo, define su estilo de vida, su filosofía y su comportamiento, pero además agrega una cantidad de resentimientos que se afianzan y se multiplican en todas las instituciones que rigen la vida del país, entendiendo a las instituciones no como edificaciones u organismos, sino como reglas de juego que determinan la interacción social y desde ella a la economía.

Los resentidos se emparejan, se casan, tienen hijos y los educan, reproducen así este esquema de desvalorización propia y del otro, y con esto en mente eligen gobernantes. Facundo Cabral decía temerle a los pendejos porque eran muchos y elegían presidente, yo le temo a las cuaimas y a los patanes porque reproducen esta falta de autoestima que permite que se mantenga el populismo, expresión más auténtica de la marginalidad.

Se crea en los hogares lo que Barroso define como el germen de la cultura del abandono. Nace en las relaciones de pareja en donde el machismo ha permeado la idea de que los hombres tienen ciertos derechos sobre la mujer, puede tener cuantas mujeres quiera, preñar a cuanta mujer se atraviese en su camino y ella que se ocupe y se amarre a los resultados, porque él es el proveedor, el representante del hogar, él es el nacido para la calle, el que habla duro, al que le vamos a acusar si los hijos se portan mal, el poderoso, el que necesita irse de fiesta con los amigos para “drenar” el stress que produce ser el responsable por el hogar,  que enseña desde temprano que el que paga las cuentas tiene licencia para el maltrato, vive con la necesidad de ser necesitado, tiene derecho a no escuchar y también derecho a irse a donde sea si no le dan lo que necesita con la inmediatez con la que lo quiere. Enseña a competir por la atención, hay que intentar a toda costa tener herramientas para la manipulación que así lo permitan, porque de eso depende la supervivencia. Enseña clientelismo afectivo temprano y a partir de allí se construye el modelo de Estado paternalista y distribuidor de renta, con un paternalismo que más parece un “patanerismo” pues los gobernantes asumen esa conducta de engreimiento, pedantería ignorante y maltrato, a imagen y semejanza del pater familia promedio.

Del otro lado del clientelismo afectivo germinal, está la cuaima, la que encuentra en la manipulación la única herramienta efectiva para obtener su cuota del reparto. La que se hace la víctima y capitaliza esta victimización que solo es el resultado de sus elecciones, pero que muy en el fondo le resulta útil. Opera bajo el axioma antiético “como el me monta cachos, tengo derecho a ser cuaima” y este se convierte en el fundamento filosófico de nuestra ética como país. La ética de la inseguridad que te obliga a no confiar en nadie, empezando por la persona con la que duermes, que te obliga a buscar amigos y situaciones que te protejan, como el papel firmado que llaman matrimonio o el hijo que “amarra” al marido. En realidad el amarre busca garantizar la sostenibilidad de tu relación clientelar, creando la institución patológica de la manipulación, abandono y maltrato. Y así se crean las leyes de la familia y la mujer en Venezuela, no desde la esencia como persona, sino desde la lástima, la lástima por el abandonado, el pobrecito hijo que se quedó solo, la lástima por la mujer pobrecita, víctima del patán maltratador, y el gobernante de turno le saca partido al pobrecito. Se anula al ciudadano por la sobreprotección y de coletilla se le exige que se aguante, porque todo cuanto recibe se le está dando de buena voluntad y por su bien.

Pasamos del abandono al maltrato justificando la falta de ética propia en la de los demás, de lo que se trata es de prohibir, hacer que los otros se sometan y reconozcan la autoridad. La que es cuaima porque el hombre es patán es la que justifica que el que saquea, roba, tranca calles y quema bienes públicos lo haga, pues si el ministro roba, si el gobernante incumple, hay que pagarle con la misma moneda. Esta conducta hace que el marginal se sienta importante, esa es su manera de exigir sus derechos, paradójicamente violando los ajenos. No piensa ni por un instante en el respeto al otro, a los límites de lo ajeno, porque en palabras de Barroso, para el venezolano el bien común es una utopía para idiotas mientras el más vivo, el más pájaro bravo más será tomado en cuenta.

Finalmente, como la cuaima que arma líos a diario pero no deja al causante de su amargura, luego del gran “show” olvidamos todo, toleramos todo, nos conformamos con lo suficiente para sobrevivir. Partimos del mutuo “yo soy así y no voy a cambiar, quien me quiera que me soporte”. Desde la impotencia renunciamos a la excelencia, nos convertimos en inefectivos y evadimos esperando que las cosas se resuelvan solas, o en todo caso, nos conformamos con encontrar al que cause menos problemas, al patán que sea menos grosero, a la cuaima que forme pocos líos, al gobernante menos malo. Aprendimos una resignación impotente y rabiosa, esperando a la otra vida, al juicio final, al mesías salvador, a la próxima pareja o al día de mi suerte como diría Lavoe. Estamos tan acostumbrados al maltrato que lo aceptamos resignadamente, el gobierno decreta y todos se acomodan a esperar que pase el temblor. Nos manejamos en el doble lenguaje de aceptar diálogos para luego no ser tomados en cuenta, esperando siempre el aplauso y la aceptación,  creando todo un estilo de vida sobre el cual montamos nuestras reglas de juego, nuestras leyes, nuestras relaciones humanas y económicas, conformando una cultura que urge transformar.

Parafraseando a Barroso, del discurso Venezuela necesita pasar a la acción, y a una acción concreta y puntual: educar al venezolano a quererse, a mirarse como recurso importante en la construcción de una sociedad diferente. El país comienza por la persona de todos y termina en la persona de todos, dentro de una comunidad cívica para todos. Queremos hablar de democracia cuando no hemos podido todavía conformar núcleos solidarios y respetuosos en la forma más atómica de convivencia humana que es la pareja. La democracia estructural parte del amor y del respeto propio y al otro. Debemos romper la tradición individualista enfermiza. No podemos llamar desarrollo a lo que destruye al hombre, ni lo que promueve el desprecio por la persona, ni lo que pone la posesión por delante del ser. Democracia en su esencia implica consciencia del otro y manejo de las diferencias, democracia es respeto, no podemos hacer democracia con cuaimas y patanes.