La parte consciente corresponde solo al 10% de la energía que consume el cerebro, el resto lo consume nuestro inconsciente.

Los economistas solemos asumir que las decisiones son tomadas por nuestra mente consciente, en función de sesudos análisis costo-beneficio. Nada más alejado de esa realidad, el ser humano está cableado para tomar decisiones en gran parte por debajo del umbral de consciencia. Ocurre que buena parte de los procesos del cerebro ocurren automáticamente y sin que se involucre nuestra conciencia. Esto ayuda a que nuestra mente no se sobrecargue, pues le ahorra tareas rutinarias. Es un mecanismo de ahorro de energía, el recurso más escaso del cuerpo humano. Recordemos que el cerebro básicamente busca la supervivencia, lo cual hace clave a la energía, por eso la cuida tanto.

El neurocientífico John-Dylan Haynes, uno de los más avanzados en estos temas, ha demostrado, vía neuroimágenes, que decidimos una elección un par de segundos antes de que seamos conscientes de ella, y obviamente antes de que la ejecutemos. Indudablemente estas ideas son bastante revolucionarias para la economía, ya que van en contra del consenso tradicional.

Yendo al fondo del tema, el consumidor no sabe del todo por qué elige lo que compra. La decisión se toma, en gran parte, por debajo del umbral de consciencia, donde tallan fuerte nuestra biología más instintiva y nuestras partes más emocionales. En el inconsciente se dilucida el interés por el producto, la intención de compra y la lealtad a la marca. Estos elementos se corresponden con la construcción, en parte inducida por las campañas promocionales, de carencias/necesidades, deseos y fidelización.

Determinados estímulos sensoriales activan zonas profundas del cerebro. El sistema de recompensa (límbico y subconsciente), en especial el núcleo accumbens, se pone en acción e impulsa a buscar alimento, sexo y seguridad, los tres pilares básicos de la supervivencia humana. Las marcas buscan activar zonas cerebrales que regulan el sentido de pertenencia, haciéndonos formar parte de un grupo, una tribu, una comunidad. Todo esto, unido a la tendencia natural de imitar y/o empatizar con todo lo que nos rodea (neuronas espejo), nos lleva a consumir mucho menos racionalmente de lo que creemos, tirando abajo el dogma de la elección libre, de la soberanía del consumidor.

Por ejemplo, cuando recibimos estímulos externos mediante los sistemas sensoriales, cada individuo construye la realidad a partir de esos estímulos. Este hecho explica por qué un mismo fenómeno puede ser percibido de forma distinta por cada persona. Las marcas trabajan sostenidamente dichos estímulos de impacto límbico, moldeando el proceso de compra. Los políticos modernos también están trabajando fuertemente estos impactos límbicos, moldeando las imágenes públicas de funcionarios y candidatos.

Esto ocurre porque el ser humano aplica “filtros” a esos estímulos, filtros que dependen de muchos factores: algunos externos, como la intensidad, tamaño o contraste del estímulo, y otros internos, como nuestros intereses, necesidades o recuerdos. Las percepciones de los clientes no son reflejo directo de lo que existe a su alrededor, es decir, de la realidad objetiva, sino interpretaciones que realiza su cerebro sobre ésta. La realidad objetiva no existe, mal que le pese a ciertos fundamentalistas de las Ciencias Sociales.

Nuestro cerebro es un devorador de recursos: consume el 25% de la glucosa, el 20 % del oxígeno total del organismo, solo representando el 3 % del peso total de cuerpo humano. La parte consciente corresponde solo a menos del 10% de la energía que consume el cerebro, el resto lo consume nuestro inconsciente. Lo que confirma su estado de vigilia permanente.

El cerebro consume la misma energía cuando está realizando tareas de investigación que cuando está durmiendo. Esta situación es debida a que constantemente, generalmente de manera inconsciente, está recibiendo y procesando información interna y externa. Siempre está alerta, en constante evaluación de alternativas ante posibles situaciones futuras que puedan suponer un peligro para la supervivencia de su dueño.

En el proceso de sentir las emociones, que vienen del sistema límbico, el cerebro utiliza dos vías de acción. En la primera, denominada vía rápida (sistema 1), una pequeña estructura, dominada principalmente por la amígdala, la ínsula y el núcleo accumbens, genera una respuesta automática y casi instantánea ante determinados estímulos, por ejemplo, poner o no poner en el carrito, sin pensar demasiado en el precio, porque nos lo recomendó un amigo (emoción positiva).

Unas décimas de segundo más tarde, la información llega a la corteza cerebral, en especial la corteza dorsolateral prefrontal (sistema 2), donde se adapta al contexto real y se concibe un plan racional de acción: “este vino es muy costoso… ¿lo compro o no lo compro?” Esta sería la vía lenta.

Otro de los grandes hallazgos de las Neurociencias Cognitivas es que, aunque el cerebro humano tiene estructuras separadas para procesar lo emocional y lo racional (sistemas 1 y 2), ambos sistemas se comunican y afectan la conducta en forma conjunta. Por ese motivo, es muy probable que un cliente regrese a su casa con el vino que le recomendó su amigo, aunque haya razonado que es muy caro.

En síntesis, y si bien existe, desde lo racional, un juicio valorativo sobre los productos y servicios, casi siempre recurrimos a nuestras dos mentes, la que piensa y la que siente, siendo esta última la que claramente más influye en nuestras elecciones, mal que le pese al homo economics racional neoclásico. El gran Adam Smith tenía muy claro esta cuestión, hace más de 200 años, en su Teoría de los Sentimientos Morales:

«Cuando me esfuerzo por examinar mi propia conducta, cuando me esfuerzo por pronunciar sentencias sobre ella, ya sea para aprobarla o para condenarla, es evidente que en tales casos es como si me dividiera en dos distintas personas, y que yo, el examinador y el juez, encarno un hombre distinto al otro yo, la persona cuya conducta se examina y se juzga. El primero es el espectador…El segundo es el agente, la persona que con propiedad designo como a mí mismo, y de cuya conducta trataba de formarme un sentir, como si fuese la de un espectador. El primero es el juez, el segundo la persona a quien se juzga.»

«Cuando estamos a punto de actuar, la avidez de la pasión raramente nos permitirá considerar lo que hacemos con el desapasionamiento de una persona inteligente…»