Al momento de redactar éste artículo, se desarrolla en Venezuela desde el 4 de agosto de 2017 una asamblea constituyente. Con ello Nicolás Maduro pretende aprovechar su carácter supremo y absoluto para establecer en Venezuela el Estado Comunal y eliminar la oposición a su régimen. Las siguientes líneas tienen como objeto una breve valoración crítica de la adopción por el chavismo de la técnica constituyente como método para producir el reinicio completo del orden político y jurídico. Seguido, consideraremos los efectos económicos que derivan del ambicioso propósito constituyente: primero, desde la inestabilidad que se ocasiona en el ordenamiento venezolano durante su permanencia y con ello la desaparición del Estado de Derecho; y, segundo, desde el entendimiento de las reglas de la economía cuando se dan en cabeza de un planificador central que reúne todo el poder de decisión y dirección.

El chavismo concibió en la Constitución de 1999 una técnica de reinicio del sistema social cuya mera previsión genera la idea de que nada en el orden institucional tiene verdadera permanencia. En los artículos 347, 348 y 349 se regula la convocatoria, los fines y las potestades de una asamblea constituyente. A la asamblea convocada se le atribuye más poderes que la mera elaboración de una Constitución o de un proyecto de Constitución; ésta abarca según el artículo 347: “la transformación del Estado y la creación de un nuevo orden jurídico”. Por su parte el artículo 349 establece de un modo muy claro que: “Los poderes constituidos no podrán impedir las decisiones de la asamblea constituyente”. Las decisiones de la asamblea constituyente no están sometidas a control alguno. Que esto haya sido incorporado al texto de la Constitución no se entiende sino como una manifestación de la absoluta relevancia que el chavismo otorga al método constituyente como técnica política. La Constitución de 1999 prevé un mecanismo mediante el cual, estando ella vigente, deja de ser la norma suprema del ordenamiento venezolano. Así lo supremo entonces es la voluntad de la asamblea constituyente.

Inevitablemente este método incorpora al sistema un elemento de inestabilidad.  Durante la permanencia de la constituyente en el tiempo, el Estado se transforma, de acuerdo con el propio texto constitucional de 1999, en un Estado de la soberanía de una voluntad. Este método llevado a cabo en provecho de colocar en vigencia un Estado comunal elimina, en primera instancia, el Estado de Derecho, pues todo el poder se concentra en la asamblea, y con él la certeza del derecho y su predictibilidad, y, en segunda instancia, la idea del libre mercado para sustituirlo por una economía planificada centralmente.

La certeza del derecho y su predictibilidad no es más que la capacidad del orden para producir expectativas firmes en las personas acerca de las consecuencias jurídicas de sus acciones. Este rasgo se ve anulado mientras se encuentre funcionando un cuerpo con potestades ilimitadas que concentré en él todo el poder, sólo siendo sometido por su propia voluntad. Un gobierno no puede garantizar confianza en la economía de su Estado cuando desarrolla un método que genera la idea de que nada en el orden institucional tiene verdadera estabilidad y que absolutamente todo es susceptible de ser arrastrado por una futura tormenta constituyente. La estabilidad y seguridad jurídica es una de las consecuencias más beneficiosas del Estado de Derecho. En un sistema normativo que establece claramente las reglas del juego, la confianza es el clima necesario para atraer inversiones nacionales y extranjeras. La inversión privada y la consecuente creación de empresas, industrias y comercios, produce bienes y servicios que demanda la sociedad, genera empleos de calidad, incrementa la productividad y la competitividad y mejora el nivel y la calidad de vida de las personas. Así, el Estado de Derecho es la garantía de la libertad individual, de la propiedad privada y del libre mercado; cuando el primero es anulado, se habilita a los gobernantes con poderes exorbitantes eliminando reales garantías y controles sobre su acción, pues se les otorga el goce del poder suficiente para planificar la acción colectiva y, en especial, de la fuerza para hacer valer e imponer a todos sus decisiones.

La abolición del Estado de Derecho, y con ello la rescisión de la propiedad privada, ha sido una de las ideas más promovidas por el chavismo los últimos veinte años. Dentro de su concepción marxista del Estado, éste último es quien debe ser el único propietario de los medios o factores de producción, es decir, de las tierras, las industrias y el comercio, y todo debe funcionar bajo una planificación central que fija unos objetivos ciertos. Resulta sumamente peligro que toda la sociedad quedé a merced del éxito de un planificador central. Si éste yerra en las decisiones sobre qué, cómo, cuándo, con qué y para quienes producir o servir, las consecuencias pueden ser fatales. En diferentes ocasiones se ha constatado como errores de planificación en la economía centralizada han ocasionado hambrunas a millones de personas. Pueden dar fe de ello la extinta URSS, China o Camboya. La planificación económica centralizada en cabeza de un ente que concentre todo el poder, esbozada sin contar con un sistema de precios del libre mercado, no tiene como asegurar el uso eficiente de los escasos recursos disponibles, en consecuencia la escasez no tarda en aparecer y el mercado negro tampoco tarda en hacerse parte cotidiana de la vida. En este ambiente de primacía del Estado, el llamado interés general sobre las personas individualmente consideradas termina por imponerse, y con ello la opresión y el totalitarismo. La debacle económica merma el nivel de vida de las personas, pero a demás las hace vulnerables ante los gobernantes. Ese poder de planificar y dirigir la economía de manera centralizada abarca más temprano que tarde la vida de las personas.

La concentración de todas las potestades en un solo gobernante y su ejercicio de forma ilimitada, sin controles efectivos, especialmente jurídicos, termina por afectar negativamente a los destinatarios del poder. Incluso los más decentes y honrados, quienes tienen las mejores intenciones, se convierten en déspotas cuando adquieren el poder de decidir sobre la vida y los bienes de los demás.